Por; Nicolas Mateo
Yo dirigí mis pasos hacia el Norte cuando aun el viento ahogaba las mariposas entre los radiadores de los automóviles que transitaban por la carretera Sánchez. Nací a la orilla del río Tenguerengue, en los tiempos que Pirrindín repartia las correspondencias de casa en casa caminando bajo el sol con su chaqueta de drill y su corbata de sed.
Llegaron los ochentas, y Juanita que arrastraba su miseria por todas las calles de mi pueblo con una ponchera en la cabeza llena de patas de vaca aun no lo sabía. Quizás no lo sepa todavía, posiblemente ni Cachendo, que se hizo viejo a prima tarde de tanto correrle al trabajo.
Mucha gente no lo supo, y seguían vociferando “Balaguer muñequito de papel” , y “pregúntale a Pérez Naut, el que ta preñao”, como si firmasen una película de nosotros los héroes y los otros los bandidos, en medio de la nostalgia de las velloneras con música de fondo de Leonardo Paniagua y José Manuel Calderon.
Yo enrolé mis pasos hacia el silencio cuando el huracán adelanto el otoño, sin decir adios a Canario, aunque lo vi primero. Pero he vuelto cada noche a las retretas del Parque Sánchez, a las reuniónes cada viernes de los Boy Scouts y al catecismo calenturiento de sor Trini y el padre Manuel.
Me fui despues que el doctor Cucurullo se marchó sonriendo a la eternidad, y mucho antes de que el laurel centenario del parque muriera de tanto verse por dentro por no perdonar a sus asesinos.
Y no pude hacer como Jeremías de los Santos, ni como Isabelita Fortuna, ni como Victor Armando Diaz, ni siquiera como Bohío, el clerigo del barrio, que abrazó el camino de la paz y la nostalgia, buscando en la oquedad de la brisa el silencio que solo la eternidad podia ofrecerle.
Yo que he ido tantas veces a mis adentros, a rumiar mi correteo por las piernas gigantes del Arco de Triunfo, a desandar los pasos madrugadores cada 24 de junio hacia el río San Juan, ya casi no me acuerdo de acordarme, pero mis ojos se van Oliborio adentro, hacia las aguas y los manantiales, hacia el corral y Santomé, hacia el sendero del valle verde.
Tantas veces que me perdí entre los “paquitos” del Bohemio, y vociferé “Sindó Ladrón” , cuando en el cine Romano hacian pipián con las películas de Bruce Lee, sin embargo, me encuentro entre el acertijo y la palabra, y casi me parece oir a Facundo cuando nos gritaba: “vengan y compren su paleta animales”.
Yo que de tanto irme, he sabido quedarme en el silencio y la nostalgia, ahora casi puedo ver como se derriten los grilletes de Caonabo y se incendia el fuerte de la navida, como la reina Anacaona peina su cabellera sentada en la piedra gigante que aun es testigo mudo en el corral, y de que manera el profesor Ramón Valenzuela se subleva en “San Juan, tierra del Maguana”.
Ahora que he vuelto a mirar desde mis ojos de niño las calles del barrio, las hermanas del convento, a Paquito y a Montañoo, a Pequé y a Chaleco, pregunto, cuánto se ha quedado, de mi, allá en mi pueblo?
Yo dirigí mis pasos hacia el Norte cuando aun el viento ahogaba las mariposas entre los radiadores de los automóviles que transitaban por la carretera Sánchez. Nací a la orilla del río Tenguerengue, en los tiempos que Pirrindín repartia las correspondencias de casa en casa caminando bajo el sol con su chaqueta de drill y su corbata de sed.
Llegaron los ochentas, y Juanita que arrastraba su miseria por todas las calles de mi pueblo con una ponchera en la cabeza llena de patas de vaca aun no lo sabía. Quizás no lo sepa todavía, posiblemente ni Cachendo, que se hizo viejo a prima tarde de tanto correrle al trabajo.
Mucha gente no lo supo, y seguían vociferando “Balaguer muñequito de papel” , y “pregúntale a Pérez Naut, el que ta preñao”, como si firmasen una película de nosotros los héroes y los otros los bandidos, en medio de la nostalgia de las velloneras con música de fondo de Leonardo Paniagua y José Manuel Calderon.
Yo enrolé mis pasos hacia el silencio cuando el huracán adelanto el otoño, sin decir adios a Canario, aunque lo vi primero. Pero he vuelto cada noche a las retretas del Parque Sánchez, a las reuniónes cada viernes de los Boy Scouts y al catecismo calenturiento de sor Trini y el padre Manuel.
Me fui despues que el doctor Cucurullo se marchó sonriendo a la eternidad, y mucho antes de que el laurel centenario del parque muriera de tanto verse por dentro por no perdonar a sus asesinos.
Y no pude hacer como Jeremías de los Santos, ni como Isabelita Fortuna, ni como Victor Armando Diaz, ni siquiera como Bohío, el clerigo del barrio, que abrazó el camino de la paz y la nostalgia, buscando en la oquedad de la brisa el silencio que solo la eternidad podia ofrecerle.
Yo que he ido tantas veces a mis adentros, a rumiar mi correteo por las piernas gigantes del Arco de Triunfo, a desandar los pasos madrugadores cada 24 de junio hacia el río San Juan, ya casi no me acuerdo de acordarme, pero mis ojos se van Oliborio adentro, hacia las aguas y los manantiales, hacia el corral y Santomé, hacia el sendero del valle verde.
Tantas veces que me perdí entre los “paquitos” del Bohemio, y vociferé “Sindó Ladrón” , cuando en el cine Romano hacian pipián con las películas de Bruce Lee, sin embargo, me encuentro entre el acertijo y la palabra, y casi me parece oir a Facundo cuando nos gritaba: “vengan y compren su paleta animales”.
Yo que de tanto irme, he sabido quedarme en el silencio y la nostalgia, ahora casi puedo ver como se derriten los grilletes de Caonabo y se incendia el fuerte de la navida, como la reina Anacaona peina su cabellera sentada en la piedra gigante que aun es testigo mudo en el corral, y de que manera el profesor Ramón Valenzuela se subleva en “San Juan, tierra del Maguana”.
Ahora que he vuelto a mirar desde mis ojos de niño las calles del barrio, las hermanas del convento, a Paquito y a Montañoo, a Pequé y a Chaleco, pregunto, cuánto se ha quedado, de mi, allá en mi pueblo?
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